Koch: el Concilio de Nicea, después de 1700 años, todavía habla
por Kurt Koch*
En pleno Jubileo 2025 - - el Año Santo proclamado por el Papa Francisco y destinado a reavivar la esperanza cristiana - se conmemorará también el 1700 aniversario del primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, celebrado en Nicea en 325. Este aniversario tiene importantes dimensiones ecuménicas, que ya se manifiestan en el hecho de que el Santo Padre haya expresado el deseo de viajar a Nicea para celebrar esta conmemoración junto con el Patriarca Ecuménico, Bartolomé i. La Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias prepara también esta celebración.
La profesión común de la fe cristiana
De importancia ecuménica son ante todo las cuestiones doctrinales que abordó el Concilio, resumidas en la «Declaración de los 318 Padres». Con ella, los Padres profesaron su fe en «un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todo lo visible y lo invisible. Y en un solo Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado, unigénito, del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma sustancia que el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra». Y en la carta del Sínodo a los egipcios, los Padres anunciaron que el primer objeto real de estudio era el hecho de que Arrio y sus seguidores eran enemigos de la fe y opuestos a la ley, por lo que declararon que habían «decidido unánimemente condenar con el anatema su doctrina contraria a la fe, sus afirmaciones y descripciones blasfemas, con las que ultrajaba al Hijo de Dios». Estas declaraciones esbozan el contexto del credo formulado por el Concilio, que profesa la fe en Jesucristo como Hijo de Dios, «consustancial al Padre». El trasfondo histórico es el de una violenta disputa que estalló en el cristianismo de la época, especialmente en la parte oriental del Imperio Romano; de ella se desprende que, a principios del siglo IV, la cuestión cristológica se había convertido en el tema crucial del monoteísmo cristiano. La controversia giraba principalmente en torno a la cuestión de cómo conciliar la profesión cristiana de fe en Jesucristo como Hijo de Dios con la creencia igualmente cristiana en un Dios único en el sentido de la confesión monoteísta. El teólogo alejandrino Arrio, en particular, defendía un monoteísmo estricto en consonancia con el pensamiento filosófico de la época y, para mantener ese monoteísmo estricto, excluía a Jesucristo del concepto de Dios. Desde esta perspectiva, Cristo no podía ser el «Hijo de Dios» en el verdadero sentido de la palabra, sino sólo un ser intermedio del que Dios se sirve para la creación del mundo y para su relación con los hombres. Los Padres conciliares rechazaron este modelo de monoteísmo filosófico rígido propagado por Arrio, oponiéndole la creencia de que Jesucristo, como Hijo de Dios, es «consustancial al Padre». Con la palabra homoousios, los Padres conciliares quisieron expresar el misterio más profundo de Jesucristo, de quien la Sagrada Escritura da testimonio como Hijo fiel del Padre, al que está íntimamente unido en la oración. En efecto, es en la oración donde Jesús aparece más claramente como Hijo del Padre celestial. En el Nuevo Testamento es sobre todo el evangelista Lucas quien presenta a Jesús en su vida terrena como el Hijo de Dios en constante oración, que tiene como centro existencial el diálogo con su Padre celestial y vive con Él en profunda unidad. Jesús vivió tanto en oración y desde la oración que toda su vida y su obra pueden describirse como una sola oración. Sin esa actitud orante no se puede entender en absoluto la figura de Jesucristo. Esto es precisamente lo que intuyeron con sensibilidad los Padres del Concilio de Nicea, que utilizaron el término homoousios para ofrecer la interpretación correcta de la oración de Jesús y la lectura más profunda de su vida y de su muerte, marcadas en todo momento por el diálogo con el Padre. Con la palabra homoousios, el Concilio de Nicea no «helenizó» en absoluto la fe bíblica, sometiéndola a una filosofía ajena, sino que captó lo incomparablemente nuevo que se había hecho visible en la oración de Jesús dirigida al Padre. Fue más bien Arrio quien conformó la fe cristiana al pensamiento filosófico de la época, mientras que el Concilio de Nicea retomó la filosofía de la época para expresar lo que era característico de la fe cristiana. En el credo de Nicea, el Concilio volvió a expresarse como Pedro y con Pedro en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». El credo cristológico del Concilio se ha convertido en la base de la fe cristiana común. El Concilio es de gran importancia sobre todo porque tuvo lugar en una época en que la cristiandad aún no estaba desgarrada por las numerosas divisiones que surgirían más tarde. El Credo Niceno es común no sólo a las Iglesias orientales, a las Iglesias ortodoxas y a la Iglesia católica, sino también a las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma; por tanto, no debe subestimarse su relevancia ecuménica. En efecto, para restablecer la unidad de la Iglesia, es necesario que haya acuerdo sobre el contenido esencial de la fe, no sólo entre las Iglesias y Comunidades eclesiales de hoy, sino también con la Iglesia del pasado y, en particular, con su origen apostólico. La unidad de la Iglesia se basa en la fe apostólica, que en el bautismo se transmite y confía a cada nuevo miembro del Cuerpo de Cristo.
El fundamento del ecumenismo espiritual cristológico
Puesto que la unidad sólo puede encontrarse en la fe común, la confesión cristológica del Concilio de Nicea resulta ser el fundamento del ecumenismo espiritual. Se trata evidentemente de un pleonasmo. El ecumenismo cristiano o es espiritual o no es ecumenismo. Por eso el Decreto sobre el ecumenismo del Concilio Vaticano II llama al ecumenismo espiritual «el alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio, 8). Esto ya era evidente en los primeros días del movimiento ecuménico, con la introducción de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en sí misma una iniciativa ecuménica. El movimiento ecuménico ha sido un movimiento de oración desde sus comienzos. Fue la oración por la unidad de los cristianos la que preparó el camino para el movimiento ecuménico. La centralidad de la oración subraya el hecho de que el esfuerzo ecuménico es, ante todo, una tarea espiritual, emprendida con la convicción de que el Espíritu Santo completará la obra ecuménica que ha comenzado y nos mostrará el camino. Esto es especialmente cierto cuando el ecumenismo espiritual se concibe e implementa como ecumenismo cristológico, del que el Concilio de Nicea es un sólido fundamento. En efecto, el corazón del ecumenismo cristiano reside en la conversión común de todos los cristianos y de todas las Iglesias a Jesucristo, en quien ya se nos ha dado la unidad. El ecumenismo cristiano sólo puede progresar de manera creíble si los cristianos vuelven juntos a la fuente de la fe, que sólo puede encontrarse en Jesucristo, como profesaron los Padres conciliares en Nicea. De este modo, el ecumenismo cristiano corresponde más profundamente a la voluntad del Señor, que, común a todos los cristianos, rogó en su oración sacerdotal por la unidad de sus discípulos: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21). Lo sorprendente de la oración de Jesús es que no ordena la unidad a sus discípulos, ni la exige; más bien, la pide dirigiéndose a su Padre celestial. Esta oración revela en qué consiste y en qué debe consistir la búsqueda ecuménica para restaurar la unidad a la luz de la fe. El ecumenismo cristiano no puede ser otra cosa que la adhesión de todos los cristianos a la oración sacerdotal del Señor, y llega a serlo cuando los cristianos hacen suyo el vivo deseo de la unidad. Si el ecumenismo no se limita a una dimensión interpersonal y filantrópica, sino que tiene una inspiración y un fundamento verdaderamente cristológicos, no puede ser otra cosa que la participación en la oración sacerdotal de Jesús. El sentido más profundo del ecumenismo espiritual como ecumenismo cristológico es que todos nos dejemos implicar en el movimiento de oración al Padre celestial dirigido por Jesús y nos convirtamos así en uno. La morada interior de la unidad de los cristianos sólo puede ser la oración de Jesús.
La perenne actualidad del Concilio
Si tenemos en cuenta estos diferentes aspectos de la confesión cristológica del Concilio de Nicea, se hace evidente, como imperativo importante del ecumenismo actual, la necesidad de celebrar su 1700 aniversario en comunión ecuménica entre todas las Iglesias cristianas, para redescubrir y revalorizar su confesión de fe en Jesucristo. Esta necesidad es también imperiosa por otra razón. Si echamos una mirada honesta al contexto actual de la fe en nuestras latitudes, debemos reconocer que nos encontramos en una situación similar a la del siglo IV, ya que asistimos a un fuerte renacimiento de las tendencias arrianas. Ya en la década de 1990, el cardenal Joseph Ratzinger veía un «nuevo arrianismo» como el verdadero desafío al que se enfrentaba el cristianismo contemporáneo. El espíritu del arrianismo se percibe sobre todo en el hecho de que, aún hoy, no pocos cristianos son sensibles a todas las dimensiones humanas de la figura de Jesús de Nazaret, pero tienen problemas ante la confesión cristológica de que Jesús de Nazaret es el Hijo unigénito del Padre Celestial, y por tanto ante la fe cristológica de la Iglesia. A menudo hoy, incluso en la Iglesia y en el ecumenismo, es muy difícil ver en el hombre Jesús el rostro de Dios mismo y confesarlo como Hijo de Dios, pues tendemos a verle sólo como un ser humano, aunque supremamente bueno y excepcional. Pero si Jesús, como creen hoy muchos cristianos, no fuera más que un hombre que vivió hace dos mil años, entonces quedaría irremediablemente relegado al pasado, y sólo nuestra memoria humana podría traerlo al presente, con mayor o menor claridad. En ese caso, Jesús no podría ser el único Hijo de Dios en el que Dios mismo está presente entre nosotros. Sólo si es cierta la confesión de la Iglesia de que Dios mismo se hizo hombre y Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre y, por tanto, participa de la presencia omnímoda de Dios, podemos confesarle hoy como «consustancial al Padre». La fe cristiana se sostiene o decae hoy con la confesión cristológica del Concilio de Nicea. Por tanto, abordar este Concilio es importante no sólo a nivel histórico. Más bien, su credo sigue siendo relevante, incluso y especialmente en la situación actual de la fe. Y revivir su confesión cristológica representa un desafío que debe ser asumido en la comunión ecuménica.
La búsqueda de una fecha pascual común
El Concilio de Nicea es también significativo desde el punto de vista ecuménico porque, además de la confesión cristológica, abordó cuestiones disciplinarias y canónicas que, recogidas en veinte cánones, ofrecen una buena panorámica de los problemas y preocupaciones pastorales de la Iglesia a comienzos del siglo IV. Estas cuestiones se refieren al clero, algunas disputas jurisdiccionales, casos de apostasía, la situación de los novacianos, los llamados «puros» y los seguidores de Pablo de Samosata. La cuestión pastoral más importante fue la fecha de la Pascua, lo que demuestra que ya era controvertida en la Iglesia primitiva y que existían diferentes fechas: especialmente en Asia Menor, los cristianos celebraban la Pascua al mismo tiempo que la Pascua judía, el 14 de Nisán, por lo que se les conocía como Quartodecimanos. En cambio, los cristianos llamados protopasquistas, sobre todo en Siria y Mesopotamia, celebraban la Pascua el domingo siguiente a la Pascua judía. Ante esta situación, el Concilio de Nicea tuvo el mérito de encontrar una norma uniforme, expresada en la «Carta a los egipcios»: «Como buena noticia, os informamos también del acuerdo sobre la Santa Pascua: gracias a vuestras oraciones, también en este punto se ha llegado a una feliz solución». Esto significaba que la fiesta de Pascua debía celebrarse de acuerdo con los romanos. En la historia del cristianismo se produjo una nueva situación en el siglo XVI, cuando el Papa Gregorio xiii, en una reforma fundamental del calendario, introdujo el llamado calendario gregoriano, que estipula la celebración de la Pascua el domingo siguiente a la primera luna llena de primavera. Mientras que las Iglesias de Occidente calculan desde entonces la fecha de Pascua según este calendario, las Iglesias de Oriente siguen utilizando en gran medida el calendario juliano, que fue también la base del Concilio de Nicea. Aunque entretanto se han debatido varias propuestas para fijar una fecha de Pascua común, la cuestión aún no se ha resuelto. Ya el Concilio Vaticano II se detuvo en este urgente desafío pastoral en un apéndice a la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, promulgada en 1963, afirmando que quería dar «la debida consideración al deseo de muchos de que se asigne la fiesta de Pascua a un domingo específico y se adopte un calendario fijo». El Concilio se pronunció a favor «de asignar la fiesta de Pascua a un domingo específico del calendario gregoriano, siempre que se cuente con el asentimiento de los interesados, especialmente de los hermanos separados de la comunión con la Sede Apostólica». El Papa Francisco ha manifestado varias veces el mismo espíritu de apertura. El 1700 aniversario del Concilio de Nicea ofrece una ocasión especial para retomar la cuestión de la fecha de la Pascua, sobre todo porque en 2025 caerá el mismo día, el 20 de abril, tanto para las Iglesias orientales como para las occidentales. Por tanto, es comprensible que en la comunidad ecuménica se haya despertado el deseo de aprovechar el gran aniversario del Concilio como ocasión para reanudar e intensificar los esfuerzos para encontrar una fecha pascual común.
Estilo sinodal
Desde una perspectiva ecuménica, el Concilio de Nicea es también de especial relevancia porque documenta el modo en que la entonces acalorada disputa sobre la confesión cristológica ortodoxa y la cuestión pastoral-disciplinar de la fecha de Pascua se discutieron y decidieron en estilo sinodal. El historiador de la Iglesia Eusebio de Cesarea, que fue uno de los Padres del Concilio y vio un nuevo Pentecostés en el Concilio de Nicea, señaló expresamente que los primeros siervos de Dios se reunieron en el Concilio «de todas las Iglesias de toda Europa, África y Asia». Por lo tanto, se puede considerar el Concilio de Nicea como el inicio, a nivel de la Iglesia universal, del modo sinodal de debatir cuestiones y tomar decisiones. Por tanto, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea debe considerarse también como una invitación y un desafío a aprender de la historia y a profundizar en el pensamiento sinodal, anclándolo en la vida de la Iglesia. La revitalización actual de la dimensión sinodal de la Iglesia no es nueva, sino que se remonta a las tradiciones sinodales de la Iglesia primitiva. Ya el famoso padre de la Iglesia Juan Crisóstomo explicaba que «Iglesia» es un nombre «que indica un camino común» y que Iglesia y Sínodo son, por tanto, «sinónimos». En este campo, también podemos aprender mucho unos de otros en los diálogos ecuménicos, ya que la sinodalidad se ha desarrollado de distintas maneras en las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. Así lo han demostrado, por ejemplo, los simposios ecuménicos internacionales organizados por el Instituto de Estudios Ecuménicos de la Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino en preparación del Sínodo de los Obispos sobre conceptos y experiencias relativos a la sinodalidad en las Iglesias cristianas de Oriente y Occidente, y titulados Escuchar a Oriente y Escuchar a Occidente. Estos encuentros han demostrado de manera significativa que la Iglesia católica puede enriquecerse con el pensamiento teológico y las experiencias de otras Iglesias en el esfuerzo por revitalizar un estilo de vida sinodal y fortalecer las estructuras correspondientes, y que la profundización de la dimensión sinodal en la teología y la práctica de la Iglesia católica es una contribución importante que puede aportar en los diálogos ecuménicos, también con vistas a una comprensión más adecuada del estrecho vínculo entre sinodalidad y primacía. También en la Asamblea General del Sínodo de los Obispos se hizo especial hincapié en la dimensión ecuménica de la sinodalidad. El Papa Francisco recordó repetidamente la interdependencia entre la sinodalidad y el camino ecuménico, afirmando que el camino sinodal emprendido por la Iglesia católica debe ser ecuménico, del mismo modo que el camino ecuménico es sinodal. El modo en que se presenta y discute la sinodalidad en la Iglesia católica es, por tanto, desde una perspectiva ecuménica.
La autoridad de la Iglesia y del Estado
Sin embargo, hay una diferencia fundamental que no debe pasarse por alto entre los esfuerzos actuales por revitalizar la sinodalidad y el Concilio de Nicea. Puede parecer insignificante a primera vista, pero su relevancia emerge especialmente cuando se contempla desde una perspectiva ecuménica. Se trata del hecho histórico de que el Concilio de Nicea fue convocado por una autoridad estatal, a saber, el emperador Constantino. Constantino percibió la disputa que había estallado en torno a la confesión cristológica como una gran amenaza para su proyecto de consolidar la unidad del imperio sobre la base de la unidad de la fe cristiana. En la posibilidad de una inminente división de la Iglesia veía ante todo un problema político; sin embargo, tuvo la suficiente visión de futuro para darse cuenta de que la unidad de la Iglesia no debía resolverse políticamente, sino eclesiásticamente: teológicamente. Para reconciliar a las comunidades entonces en conflicto, convocó el primer Concilio Ecuménico en la ciudad de Nicea, en Asia Menor, cerca de la residencia imperial de Nicomedia. Una de las consecuencias desafortunadas de este planteamiento es el hecho de que después de Constantino, los emperadores, especialmente su hijo Constancio, siguieron una política decidida de alejamiento del credo del Concilio de Nicea y promovieron de nuevo la herejía de Arrio. Esto significa que la decisión del Concilio de Nicea no puso fin a la disputa sobre la compatibilidad de la profesión de fe en la divinidad de Jesucristo con la convicción monoteísta del siglo IV, sino que reavivó la controversia sobre la naturaleza de Jesucristo como perteneciente a Dios o a la creación. Tales acontecimientos llevaron incluso a Basilio, el conocido obispo de Cesarea, a comparar la situación tras el Concilio de Nicea con una batalla naval nocturna en la que todos luchaban contra todos, llegando a la conclusión de que, como resultado de las controversias conciliares, surgirían en la Iglesia «un terrible desorden y confusión» y una «charla incesante». Desde una perspectiva ecuménica, es importante señalar que, debido a este contexto histórico, surgieron conceptos diferentes de la relación entre la Iglesia y el Estado en la Iglesia de Oriente y en la Iglesia de Occidente. La Iglesia de Occidente ha tenido que aprender de una larga y complicada historia que la forma adecuada de configurar su relación con el Estado consiste en garantizar que exista una separación entre ambos, manteniendo al mismo tiempo una colaboración. En la Iglesia de Oriente, por el contrario, se ha difundido ampliamente como modelo un estrecho vínculo entre el gobierno del Estado y la jerarquía eclesiástica, que suele denominarse «sinfonía de Iglesia y Estado», especialmente evidente en los conceptos ortodoxos de autocefalia y territorio canónico. Las diferentes tradiciones en la configuración de la relación entre Iglesia y Estado han estado a menudo en el trasfondo de los conflictos a lo largo de la historia entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente, y también han tenido un impacto significativo en las relaciones ecuménicas. Sin embargo, figuran entre los temas menos tratados hasta la fecha en los diálogos ecuménicos. Por lo tanto, será crucial darles prioridad en la agenda ecuménica, especialmente con vistas al gran aniversario del Concilio de Nicea en 2025. Por tanto, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea no sólo representa una fructífera oportunidad para renovar, en comunión ecuménica, la profesión de fe en Jesucristo, Hijo consustancial al Padre, sino que también constituye un importante desafío para abordar y discutir con claridad las cuestiones del pasado que, aún abiertas, no han sido suficientemente tratadas en los debates ecuménicos celebrados hasta ahora. Si tanto la oportunidad como el desafío son igualmente aprovechados, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea puede resultar, en efecto, un importante punto de inflexión para el futuro del ecumenismo.
*Cardenal Prefecto del Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos
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